En la piel de Marta: Capítulo 1
La curiosidad puede llevarte a lugares inimaginables y tiene similitud con las chispas que inician grandes incendios. En mi pequeño pueblo natal, la curiosidad era contenida con una mirada de desaprobación o una buena hostia. A ninguna persona le agradan los niños preguntones, especialmente cuando se interesan por saber cosas escandalosas o inapropiadas.
Mi madre siempre me decía:
―Marta, ¿hasta cuando querrás saber cosas que las jovencitas no necesitan saber?
Yo misma me cuestionaba mi deseo de saber y experimentar cosas, pero la curiosidad se mantenía en mi interior como una semilla que germinaba lentamente. Por eso cuando una noche, a principios de mi adolescencia, cuando me desperté en mi habitación y descubrí que mi prima no estaba durmiendo a mi lado, inmediatamente me di la tarea de encontrarla.
Ese día la familia y algunos amigos cercanos se había reunido para celebrar el cumpleaños de la abuela María; a falta de espacio en la casa, compartí mi pequeña cama con Laura, mi prima mayor. Grande fue mi sorpresa cuando en la madrugada, encontré vacío el lado derecho de mi cama.
Busqué en toda la casa con el sigilo que me permitían los suelos de madera y mi torpeza, pero no encontré ni rastro de mi querida prima. En vez de darme por vencida y volver a la cama, decidí salir al extenso patio trasero, lleno de arboles y vegetación que daban una sensación de jardín secreto que tanto amaba mi madre.
Vagué por unos minutos, admirando la forma en que la luna llena lo iluminaba todo con una claridad más propia del sol. Al pie de las montañas la noche era apacible y calmada, no había más ruido que el de las hojas al ser acariciadas por el viento y el ocasional ulular de algún pájaro de la noche.
Entonces, unas risas cortaron completamente mi admiración por el paisaje y me pusieron en alerta. Busqué con ojos nerviosos a mi alrededor hasta que una palabras traídas por el viento se volvieron a oír, llevándome todo el camino hasta el río cercano.
Había encontrado a mi prima por fin.
Con el vestido subido hasta la cintura, Laura estaba sobre sus manos y rodillas, haciendo sonidos extraños como si sintiera mucho dolor. El señor Pablo, el viejo panadero amigo de mi padre, estaba detrás de ella empujándola con las caderas como había visto que hacían las bestias de la granja.
Mi prima dijo algo entre dientes y el sonido de carne húmeda chocando entre sí con frenesí se hizo más fuerte, atravesando la noche silenciosa como una bala.
Era incapaz de moverme de mi escondite, mi cuerpo estaba confundido, me temblaban las rodillas, se me quemaba el vientre. La escena ante mí era primitiva y desconcertante; y era a la vez que emocionante de una forma que no alcanzaba a entender. Sentí el deseo de hacer algo, cualquier cosa, pero solo alcancé caer de cuclillas y apretar los muslos.
―Tu coño jugoso esta apretándome fuerte, Laurita ―La voz del panadero se escuchó grave y urgente en medio de sus jadeos. Un sonido quejumbroso fue lo único que salió de la boca de mi prima, mientras los golpes seguían aumentando su vigor. En medio de un grito agudo, Laura se quedó laxa en su posición. Un par de empujes después y el viejo panadero también se detuvo, la noche se volvió nuevamente silenciosa, como si hubiera absorbido cualquier ruido. Supe entonces que lo que sea que estuviera estado pasando, había terminado y debía escapar rápidamente.
Volví a la casa corriendo, aterrorizada ante la idea de ser atrapada. Al llegar a mi habitación me metí en la cama de un salto y abracé la sábana, intentando que mi corazón volviera a su ritmo normal. Mi prima llegó muchos minutos después, retomando su lugar a mi derecha, dejándose llevar al mundo de los sueños sin prestarme la menor atención.
Yo no pude pegar ojos esa noche. En mi cabeza se repetía una y otra vez la escena junto al río, mi cuerpo se sentía extraño, estaba tan confundida… A la mañana siguiente, la casa y las personas parecían igual que siempre, pero ahora que veía el mundo con otros ojos, todo había dado una completa vuelta de tuerca. De repente mi curiosidad dispersa había encontrado un tema en particular para centrarse y descubrir cosas, que con el tiempo se me fueron presentando.
No paso mucho tiempo antes de que hiciera el primer y más grande descubrimiento de todos: el de mi coño.
Cubierto por un pelillo suave y caliente, mi coño me acompañaba cada segundo del día. Desarrollé una consciencia muy profunda de su existencia, llegando en ocasiones a pensar que era otro ser viviendo en mi. Sentía los músculos internos que se contraían y se relajaban según mi excitación; en ocasiones, incluso, la urgencia del deseo de mi coño, me estremecía hasta hacerme lloriquear. Pero sobre todo, lo sentía vacío por dentro, como si necesitara constantemente algo que lo llenara.
El arduo esfuerzo de mi madre por transmitirme sus ideas sobre el amor entre un hombre y una mujer, me mantuvieron alejada de los chicos del pueblo. Tenía miedo de sentir el dolor producido por el daño que, con total seguridad, según mi madre, iban a ocasionarme los hombres. Me conformé con mantener una relación de amor y odio con mi coño, acariciarlo con dulzura algunas veces y follándolo con desprecio otras tantas.
Ninguno de mis esfuerzos logró que desapareciera la sensación de vacío en mi sexo, y cuando estaba más desesperada, conocí a Raúl, el primo citadino de nuestro vecino más cercano.
Raúl era alto y bien desarrollado; tenía 16 años, al igual que yo, y me parecía el muchacho más guapo del mundo con su pelo castaño y sus ojos de espeso color chocolate. Siempre me hablaba de una forma presuntuosa; sin embargo, recuerdo que aquello, contrario a molestarme, me parecía muy atrayente. Estaba enamorada de la forma en la que una adolescente inocente puede enamorarse de otro adolescente.
―Marta, ven conmigo a caminar por el sendero de la montaña ―me invitó Raúl un día y recuerdo darle a mi madre una excusa tonta para ausentarme un largo rato.
Raúl me esperó frente a la verja de la casa, vestido con su chaqueta de cuero y el pelo despeinado por el viento. Caminamos con paso ligero y me tomó de la mano cuando las casa rurales quedaron ocultas entre los arboles, guiándome en silencio.
―¿Alguna vez te han besado, Marta? ―preguntó Raúl y su acento de ciudad se me antojó el más hermoso del mundo.
―Sólo mi familia ―le contesté, sintiendo mis rodillas débiles.
Él guardó silencio por un momento, luciendo complacido y supe que esa misma tarde perdería por fin mi virginidad.
Continuará…