Abandonado a la dominación femenina
Los hombres somos seres curiosos, que siempre queremos tener el poder sobre todas las cosas, pero siempre nos olvidamos de que uno de los placeres más grandes en esta vida es, precisamente, el dejarse llevar. Para mí, el placer más grande no es el de dejarse llevar frente a otro hombre, que es mi igual y podría ser lo mismo que yo, sino dejarme llevar ante una mujer, que la dominación femenina se apodere de mi cuerpo y esa mujer con la que estos teniendo un encuentro sea la encargada de llevar las riendas de lo que está sucediendo.
Es sorprendente lo afrodisiaco que puede ser para las damas el tener el control de lo que está sucediendo, y poder usar el cuerpo de nosotros como un medio para su placer. Si soy sincero, para mi también es un potente afrodisiaco el ver a una dama que ejerce el poder con despotismo, como una tirana que hace de mi el sujeto de sus odios, pero a la vez el sujeto de sus más altas genuflexiones. Pues no hay más alta genuflexión que el cuidar de algo siendo su amo y señor. No es casual el buen trato que les solemos dar a las mascotas, que a fin de cuentas son nuestra propiedad y están en nuestras manos para hacer con ellos lo que queramos, pero elegimos tratarlos con cariño. Aunque con dureza, cuando es necesario. Algo de eso tiene la dominación femenina que me gusta tanto.
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Ceder el control en su totalidad
Me gusta llevar traje e ir vestido en mi día a día de una forma muy pulcra, es por eso por lo que mi Ama —cuyo nombre no debo mencionar nunca por mandato expreso de ella—, lo primero que hace es despojarme de mi ropa, sin importar si hace frío o calor, dejándome completamente desnudo frente a ella. Hay algo en la desnudez que nos ayuda a liberarnos de las cosas que pensamos y sentimos. La sociedad está estrechamente relacionada con la ropa que usamos, y en su dominación femenina, despojándome de ella por completo, sin inmutarse, empieza a subyugarme.
Es así como comienzo a dejarme llevar, dejar que ella haga conmigo lo que le plazca.
Generalmente lo primero que disfruta es tomar mi boca como su masturbador personal. Me hace que me ponga de rodillas y, empujándose contra mi boca, que tiene que permanecer en la posición que ella demande, se masturba mientras sus jugos comienzan a correr por las comisuras de mis labios. No me deja tragarlos, son suyos, son sacrosantos, y no puedo hacerlo, por mucho que así lo quisiera.
Siendo ella una aficionada a la dominación femenina, otras veces hace que me instale en ese mueble hecho netamente para que se siente en mi cara, y ahí se restriega y se masturba, de la forma en la que le plazca, con mis labios, con mi lengua e incluso con mi nariz, que es por lo demás muy puntiaguda.
Dominación femenina
Mi ama es una mujer que algunos podrían considerar cruel, pero yo la considero justa, se procura primero el placer para sí, llegando al clímax con mi boca y luego es que me lo procura a mí. Pero la verdad es que en su dominación femenina ya me procura el placer solo usándome. El ser usado tiene algo de belleza, una belleza cruda y difícil de procesar para algunos.
Cuando ya está saciada con su primer orgasmo —porque ella nunca está saciada del todo y uno nunca es suficiente—, decide que es el momento de darme, porque, en sus palabras «he sido un buen chico».
Una de las cosas que más me gusta que haga es cuando se coloca detrás de mí, apretándome el cuello y a la vez masturbándome. No es casualidad que tantas personas intenten ahorcarse al masturbarse. pero de la forma en que lo hace ella, con sus manos suaves, pero ejerciendo gran fuerza, hacen que mi erección se ponga muy dura y que me den deseos de correrme. Pero ella no me deja correrme.
Me dice que, si intento correrme, entonces me castigará, y quiero que lo haga, pero como sabe que me gusta, quizás el castigo no sea el que yo espero, así que tengo que contenerme.
Y luego de unos interminables minutos, me inclina sobre una mesa, que ha sido testigos de las más grande vejaciones que me han ocurrido, y comienza a introducir un dedo en mi culo, lleno de lubricante.
Poco a poco me lubrica, y yo me tengo que dejar hacer.
Cuando me doy cuentas, entran fácilmente dos dedos, que ella mete y saca a su gusto.
Me dejo llevar
No puedo describir con palabras lo que siento cuando se coloca el arnés y entra lentamente en mí. Es algo liberador, que me permite dejarme llevar. Pero, a la vez, es algo transgresivo, que muy dentro de mi siento que me duele, pero no físicamente, sino en el alma, en las emociones, y es ese dolor el que tanto me gusta. Es el dolor del ego y el control lastimado; como todos los hombres, quiero tener el control sobre todas las cosas. Pero cuando ella empieza a entrar y salir de mi interior, estimulando mi próstata, todo eso desaparece y me dejo llevar ante la dominación femenina.
Me toma por las caderas como yo otras veces he tomado a otras mujeres; como yo otras veces la he tomado a ella, cuando ha querido que la posea «sin poseerla en verdad», y me penetra duro mientras yo no puedo evitar que unos gritos salgan de mi garganta.
Sabiendo que estoy a punto, me permite que me masturbe y eso hago. Rápidamente tengo un orgasmo y mi semilla cae sobre el piso, desperdiciada, pero ella no deja de darme. Y sin querer, que es el castigo, me corro de nuevo muy a pesar mío, y mi semilla se vuelve a desperdiciar en la alfombra.
Un juguete
Al darse cuenta de eso, sale de mi y se quita el arnés. Me acaricia y me besa, de la misma forma en que un amo le da cariño a su mascota. Sabe que me tengo que recuperar. Y cuando su tacto ya ha vuelto a levantar la erección, me tumba sobre el sueño y se sienta sobre mí, buscando el orgasmo que sigue, el que surge del puro desgaste.
Yo me dejo llevar ante su dominación femenina. Soy solo un juguete.
Fin.
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